Una noche de ilusion y magia vista desde arriba

Cientos de cabalgatas y ninguna es igual a la anterior. Madrid puede presumir de tener uno de los desfiles de Reyes Magos más espectaculares de España, de los mejores de Europa. Ayer, nuevamente, la organización del evento consiguió mantener el listón de la calidad bien alto.

De que la ilusión siguiera midiéndose en cifras astronómicas se encargaron los cientos de miles de madrileños y visitantes que abarrotaron el recorrido. Y de la que la magia mantuviera su encanto entre los asistentes, las buenas artes de los casi 2.000 intervinientes en el evento.

Algunos de ellos, actores profesionales. Otros, voluntarios y aficionados dispuestos a vivir una experiencia difícilmente comparable con nada que anteriormente hubiesen hecho.

Entre estos últimos se encontraba este redactor de EM2, el único periodista autorizado a vivir esta ceremonia de la ilusión desde dentro. Más bien fue desde arriba, encaramado como su único custodio a la carroza que transportó al malogrado soldadito de plomo del cuento de Hans Christian Andersen. Cualquier previsión se quedó corta ante lo vivido.

Cuando me propusieron participar en la Cabalgata de Reyes de esta manera tan especial dije que sí sin pensarlo, como a casi todas las locuras que me ofrecen en el trabajo.

Después, ya a solas... Que si dónde me voy a meter yo con esos 800.000 espectadores y lo poco que me gustan a mí las multitudes, que si soy canario y el frío me mata, que si tanto tiempo de pie y sin ir al baño...

Luego, pocas horas después de acabar el recorrido con sus Majestades, mientras ellos repartían ya los regalos por todo Madrid, tuve la seguridad de que nunca antes había contemplado la ilusión y la magia en estado tan puro y en tanta cantidad como durante mi largo paseo por el centro, vestido de soldadito de plomo, sobre una carroza preciosa y a pocos metros de Melchor, Gaspar y Baltasar.

La cabalgata en realidad comenzó, pocos los saben, a media mañana. Siguiendo un estricto orden, los casi 2.000 participantes fuimos citados por turnos para vestirnos, maquillarnos y recibir el visto bueno de la organización. En aquella trastienda de la ilusión, entre magos, princesas, zancudos, animales varios, contorsionistas, monstruos varios... me empezó a quedar claro que el éxito de un espectáculo de estas características depende de la minuciosidad con la que se cuida cada uno de los detalles. «Espera, necesitas más maquillaje y que cosan ese botón», me indicaron cuando yo intentaba ya unirme al grupo de soldados gaiteros para hacer más llevadera la espera.

Así estábamos cuando de pronto nos dimos cuenta de que eran ya las seis de la tarde, el momento de subir a las carrozas. Nos lo dejaron bien claro con sus gritos cientos de niños que gritaban sin control: ¡Ya vienen, ya vienen los Reyes! En efecto, sus Majestades estaban ya a punto de subir a sus carromatos.

Lo mismo hicimos mi camarada, el tullido soldado de plomo, y yo. Y comenzó todo, empezó algo que ni en mis mejores previsiones pude nunca imaginar.

Allí, mirando la ilusión desde arriba en mi carroza, no cabía otra cosa que sobrecogerse ante las caras de los miles, cientos de miles de niños que me miraban como se mira a los ojos a alguien que no pertenece a este mundo, a quien viene de un universo mágico. Fue impagable que ellos me recordaran que esas miradas existen, que hay una forma de mirar las cosas que no se ha ensuciado aún, que sigue viviendo transparente dentro de ellos y contagiando transparencia.

Muchos, muchísimos, me pedían caramelos. Me los exigían casi, aunque en mi carroza no había. Y aplaudían, gritaban, empujaban, me lanzaban besos, lloraban, hacían peligrar el equilibrio físico y mental de sus padres a base de gritos y cabriolas... Y otros, los que no olvidaré nunca, sólo me miraban. Competían por mi mirada, por un gesto mío y no despegaban su vista de mí, algunos sonriendo, otros perplejos. Todos absorbidos, más que absortos, por la magia que se irradia cuando se juega a ser parte del espectáculo, sin reparos.

«No puedes ser un soldado de plomo, porque no existen y además no hablan», me dijo uno de esos pequeños que pelea consigo mismo a la hora de creer o dejar de hacerlo. «Pero es que yo soy mágico y esta noche sí existo y puedo hablar», le contesté. No me dijo nada. Volví a la carroza y le descubrí mirándome de nuevo. «Vale», me dijo, con el pulgar hacia arriba.

Y estaban también los padres. desde arriba uno ve con claridad cómo primero hacen todo lo posible para que sus niños no se pierdan detalle. Con los pequeños ya cautivados por el espectáculo, vi más de una lágrima huérfana en los rostros más curtidos. Agarraban fuerte a sus niños y sonreían apenas, ¿quizá llorando por dentro?

Sea como fuere, la ilusión vista desde arriba enseña que todos somos iguales... Ante la magia, ante la posibilidad de que lo que soñamos se haga realidad. Eso me pareció entender cuando veía a niños, padres, abuelos y quién sabe si más allá, junto, gritando, saltando, besándose al paso de las carrozas. Ante el hechizo de las ilusiones que necesitamos, todos nos hacemos iguales, sin importar edades ni dolores viejos o nuevos.

Allá arriba, con la ilusión moviéndose a mis pies, vi un montón de niños con diversas discapacidades. ¿Dónde se meten el resto del año?, ¿por qué no los veo el resto de días? No lo sé. No será porque se escondan, porque bien que les veía gritar y moverse de esa forma en la que se expresan quienes no sienten complejos al manifestar su alegría con todo el cuerpo. Y de nuevo, los padres. Los padres de los niños con discapacidad no sonríen a medias, como muchos de los otros, sino ampliamente, como apurando al máximo cada risa de su pequeño y dejándose contagiar por ella. No hay discapacitados para la alegría y la magia, aprendí viendo la ilusión desde arriba.

Llegamos a Cibeles, se apagan los focos y los Reyes emprenden su mágica tarea. En el metro, aún maquillado, una pequeña me mira de reojo. Le guiño un ojo y sonríe: «Eres de la cabalgata», me dice. «Ya me voy a a la cama, o los Reyes no me dejarán nada», explica. «Ojalá siempre fuera noche de Reyes», me pareció que pensábamos todos en ese momento.

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