Bares que se beben
Hay locales que la primera vez que los pisas intuyes que los fundó un tipo para bebérselos. Están concebidos con esa elaboración del que ama un buen lugar de copas. Tienen el punto justo de luz. La proporción precisa de ruido. Clientela singular y una barra con la altura exacta para apoyar el codo mientras observas el paisaje como si algún día todo esto fuese tuyo. Es sábado de Cock. Un clásico de la distinguida gallofa madrileña. Una leyenda que alberga 1.000 secretos intactos tras sus cristales emplomados. Que si los pasadizos secretos. Que si la feligresía cuando reinaban en esta manzana Emilio Saracho y Perico Chicote: princesas, estraperlistas, damitas del cuplé, generales, artistas con sífilis, Manolete, Lupe Sino, camellos de penicilina. Todos entre el empaque y la madrugada de sotanillo.
El Cock se ha mantenido en pie sin despeinar su estilo. En este rincón de la calle de la Reina comenzó a girar la madrugada madrileña en los años 20 y aún no se ha detenido. Es la coctelería más recitada de Madrid. Aunque los cócteles ya son lo de menos. Cuando entras, tras el visado de un cancerbero que concentra en su gesto de piedra la normativa del derecho de admisión, entiendes lo que escribió Jorge Berlanga sobre un territorio único que se le pone a cierta hora cara de templo: «El Cock es algo más que una búsqueda postrera del alma, es el último refugio espirituoso de Madrid». Lo mismo podría decir un místico del Monasterio de Silos trucando alguna letra.
Mobiliario inglés, de club con tronío. La marquetería, española. La chimenea como un talismán de columnas salomónicas. Los techos altísimos con su trapecio de conversaciones flotando. El barman tira de coctelera con una delicada seguridad, entre la pasión y la refinada desgana. El dry martini podría exterminar en el primer sorbo a los del resto del barrio, salvando a los ejemplares de Del Diego (que ya repasaremos). El gin fizz trae ese toque ácido que baila largo rato bajo la lengua. El daiquiri devuelve un puyazo cubano bien terciado. Fuera de carta, el amaretto sour. Y el último Manhattan que tomé cierta noche, alrededor de las tres, me dejó saliendo cinco horas después de una fiesta de enfermeras en Malasaña. En el Cock he vivido escenas triunfales.
Hay quien se echa al tiempo sin tiempo de este local como quien hace un Rocío soluble de madrugada. Viene a dejarse mirar. Luego están aquellos que le tomaron la postura al sitio y dentro se saben a salvo de las culebrinas del marujeo. Este prototipo lo encarnó bien el pintor Francis Bacon, que empalmó luces y sombras custodiado por una botella de Moët y un mocito colgando de un hombro. Feliz cuanto más salvaje era el exceso.
Sucede en el Cock que todas las conversaciones parecen de lejos una larga conspiración en marcha. Como de gente a la que le suceden cosas. El personal se va iluminando con cócteles y copas, baja la voz o echa unas risas, y adopta poco a poco la pose del lugar. Consiste en darle tres vueltas a una pata encabalgada sobre la otra, hasta reposar el empeine del pie en el calcañar. Y si no pillaron mesa: con las piernas ligeramente abiertas, como Messi justo antes de lanzar una falta...
Una de las 11 ó 12 veces que hemos celebrado allí los tragos del cumple de Boyero, Vicente o Borja, ya no recuerdo, se envalentonaron con un aullido estremecedor: «¡Champán! ¡Champán! Hasta que el planeta se detenga». Nos detuvo el sentido común de nuestras mujeres, que pidieron la cuenta. Cuando el camarero trajo la púa pasamos, uno a uno, la cabeza por dentro de la cubitera. Fue emocionante contemplar a Borja asestando un masaje cardíaco a su Visa Electron. Esta noche volvemos al Cock.
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