Esos cuerpos danone
La última película de John McNaughton, el inclasificable director que sobrecogió las pantallas de medio mundo con Henry, retrato de un asesino, está concebida para arrasar en las taquillas, pero vender no implica necesariamente convencer.
Juegos salvajes se presenta como un producto fluctuante con pretensiones de dejar boquiabierto al respetable en cada cambio de tercio. En principio se perfila como una intriga escabrosa acerca de un profesor de instituto acusado de violación, de la consiguiente investigación policial y del irremediable juicio. Una suma de ingredientes muy del gusto de las grandes audiencias con el acabado calentorro de una teleserie de ambiente playero y el brillo añadido de la piel de melocotón de quinceañeras esculturales con las ropas pegadas al cuerpo tras cualquier chapuzón. Pero la consigna de que las cosas no sean nunca lo que parecen acaba por ir hasta mucho más allá de lo razonable, incluso hasta después de los rótulos del final, donde continúan las aclaraciones a tan complicado, y caprichoso, entramado de imposturas.
La película, impulsada burdamente por la eficacia dramática de la codicia y el sexo, avanza dando bandazos en un más difícil todavía en el que los actores, unos más que otros, consiguen mantenerse a flote a duras penas, por encima de la escasa entidad de sus papeles.
McNaughton, que se había revelado como un manipulador virtuoso en aquel inventario de atrocidades, además de obtener resultados más que apreciables en registros tan diferentes como los de La chica del gángster y Normal Life, no ha dudado en dar la vuelta a sus métodos narrativos en este embolado de encargo con el que no parece sentirse identificado. Ahora juega con cartas marcadas y se guarda bajo la manga más ases de los que tiene la baraja, para sacarlos a conveniencia. Primero oculta información, entretiene al espectador con juegos de piscina, y después se inventa una traca final en la que los participantes de este concurso de engaños cambian de perspectiva como de camisa.
Cineastas como John McNaughton se ven en la disyuntiva de morir de pie o vivir de rodillas y aceptan este tipo de chapuzas resultonas con la presumible esperanza de volver a levantarse.
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