Gina Gershon como su madre la trajo al mundo
Vio Goethe una góndola y el balanceo sobre el agua le recordó a una cuna. Vio otra y su forma le llevó a pensar en un ataúd. Y dejó escrito: «Entre la cuna y el ataúd, indiferentes, vamos flotando por el Gran Canal de la vida». Revelador, quizá faústico. Venecianamente faústico. Por la razón que sea, por melancolía o por pedantería (que riman), Fausto y Goethe fueron ayer convocados en la sección oficial de la Mostra. Desde dos esquinas opuestas del planeta cine, como en la Guerra Fría, el americano William Friedkin y el ruso Alexander Sokurov plantearon dos aproximaciones químicamente incomplatibles al mito del infausto Fausto y, pese a ello (o por ello), las dos geniales.
Primero, el director de El exorcista acudió a Venecia con «una historia de amor al revés», como él mismo definió su película, o con lección de infelicidad. Killer Joe, protagonizada por la versión más improbable de Matthew McConaughey, cuenta la historia de un asesinato. Como mínimo. Una familia, o algo parecido, decide alquilar los servicios de una asesino a sueldo para acabar con la madre y quedarse con el dinero de la indemnización. Un buen arranque para un bonito suicidio.
Con el traje de una comedia tan negra como el betún negro, el realizador ofrece la descripción supurante y algo tumefacta de eso que, a falta de una expresión mejor, se puede llamar condición humana. Lo que no apesta, mancha. Todo tan humano que da que pensar. ¿De verdad, somos así? Parece que sí y sin remedio.
La cámara se sitúa siempre en el lugar que mejor se ve todo. No se esconde nada. En la primera secuencia, el sexo desnudo (¿podía ser de otra manera?) de Gina Gershon asalta las retinas y alguno en la sala escupe un pelo. Para el final, queda la escena más hipnóticamente desagradable de la Mostra, de ésta y de muchas más. No volverá a comer pollo frito. Garantizado.
Y así, sin dejar que el ánimo se serene un segundo, el espectador es invitado a presenciar qué le ocurre a un grupo de almas perdidas en el momento justo de abrazar la más profunda, dolorosa y divertida infelicidad. Decía Alexander Sokurov, el otro director convocado al aquelarre, que «la gente infeliz es peligrosa». La cita, en realidad, corresponde a Goethe y vale tanto para Killer Joe que para Faust, la película del director ruso según la obra trágica dialogada del alemán de las góndolas.
Faust es, dentro de la colosal filmografía de Sokurov, la cinta encargada de cerrar la tetralogía sobre la naturaleza del poder. Los eslavos son poco dados a la música ligera. Las películas anteriores seguían el paso a tres figuras históricas. Esta vez el empeño es mucho más abstracto, simbólico y (lo han adivinado) demoledor. En Moloch era Hitler el estudiado, en Taurus, Lenin y en The Sun, el emperador Hirohito.
Ahora es cualquier ser humano, o no tanto, el que es perseguido por la cámara casi orgánica del ruso en un viaje al fondo mismo de la naturaleza de la imagen cinematográfica y, por extensión, del hombre que la habita. Parece una afirmación abstracta y, en realidad, es lo siguiente. El rigor con el que Sokurov macera las imágenes hasta darles una consistencia carnal retrotrae su cine a la época de los gigantes, mucho antes incluso de que se inventara el cine. Los fotogramas huelen a la vez que ellos mismos respiran su propia aroma (o tufo). Construida toda ella con diálogos disgresivos sobre lo divino, lo humano, Faust invita a dejarse transportar a un universo con sus propias reglas y animado por sus propios fantasmas. Cine lisérgico, voraz y, por supuesto, faústico.
Al final, queda la constancia de que sólo la infelicidad, la insatisfacción y el drama son humanos. O, por lo menos, cinematográficamente humanos. Goethe se mostraba convencido de que sólo lejos de Venecia se conoce el mar y los peces. Aquí, sólo «los charcos y el sapo». El cine y la propia Venecia, en definitiva, como oficio de infelices. Tan triste.
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