Jennifer Aniston es una drogadicta
Abnegada actriz de comedias insulsas, Jennifer vivirá siempre bajo el estigma de haber dejado escapar a Brad Pitt, en tiempos en los que aún era cautivadoramente peligroso y una promesa de hot-sex brillaba rapazmente en sus sombreados ojos azules.
Aquel desastre ocurrió en la noche americana de los tiempos, mucho antes de que la arquitectura de vanguardia le convirtiera en un atosigado diletante, le saliera callo de hervir biberones para su numerosa y multiétnica prole y se convirtiera en el it bag de Angelina Jolie (como contaba en un divertidísimo artículo Silvia Alexandrowitch). Se ve que Brad, ya que no pudo edificar nada perdurable en ese erial que era la fantasía de Jenny, quiso volcarse en proyectos más ornamentados, ya sean solidarios, ya tengan al formidable Frank Gehry por colega.
Semiblando y semiculto, se ha perdido, así, a lo tonto, un chicazo de bandera, ¡qué le vamos a hacer! Pero vayamos a lo nuestro, que de nada sirve lamentarse. Aniston, el prototipo de belleza deportiva californiana, es decir, que no es nadie si no hay playa al fondo, brisa marina y un golden retriever enredándose en sus extremidades pedicuradas y manicuradas hasta la extenuación (tiene una laca de uñas con su nombre en 37 tonos de beis-rosa-nacarado que constituye uno de los más grandes secretos de la humanidad) por el más caro estilista del planeta, se mece en su ensimismamiento narcisista, pero nada le impide sacar partido a aquel momento doloroso y todos los que le han seguido; no se repone uno fácilmente de una cosa así.
La huida del guapo la hizo caer en la cuenta de que tenía un poco abandonada su carrera cinematográfica y, en los ratos libres que le quedan de correr por la orilla, se ha especializado en un romanticismo abstracto, sin chicha.
La huida del guapo la hizo caer en la cuenta de que tenía un poco abandonada su carrera cinematográfica y, en los ratos libres que le quedan de correr por la orilla, se ha especializado en un romanticismo abstracto, sin chicha.
Como no disfruta de un temperamento aventurero, Jenny interpreta sin descanso a un único personaje bobalicón: una joven eterna a la que se la dan con queso en cada película. No hay que quitarle su mérito porque lo borda. La cosa no tiene mucho recorrido; o bien la engañan al principio de la cinta, si el guionista está mal pagado, o bien al final, en lo que no puedo por menos de calificar como vesania profesional. Así, a esta rubia de mandíbula poderosa y piernas de ensueño, engañada en la realidad y en la ficción, que va adquiriendo con los años un ceño fruncido que solo el botox puede minimizar, se le está quedando una cara de pasmo que nadie debería confundir con la dicha.
Cautiva y embargada por las brujas modernas, que son las dietas de adelgazamiento y los programas de endurecimiento de glúteos, es la imagen ¿viva? de lo poco que sirve matarse a abdominales, tener la mecha a punto desde las seis de la mañana y lucir un cutis transparente a pesar de haber coincidido la noche anterior en una fiesta de los Oscar, (ella entrega pocos y no ha ganado ninguno), con el mismísimo Brad, que dicen la llama para quejarse del tremendo carácter de Angelina. Como la crueldad humana es inagotable, aseguran que esas llamadas son una invención de su menoscabada autoestima. Yo que ella me compraría un pez, y en lugar de llamarlo Wanda, le bautizaría Brad; y le racionaría luz y comida.
Que poca vida la tuya para criticar así a esa actriz, amargada de seguro, deberías comprarte una vida propia y dejar de criticar tanto a otros.
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