El monstruo ha vuelto para vengarse
En la puerta del despacho del general Manuel Antonio Noriega, cuando era jefe del G-2, el tenebroso servicio secreto panameño, colgaba un cartel en el que decía: «Si tu enemigo se rinde, es porque no ha podido matarte». Noriega está demostrando con sangre que el letrero no era puramente decorativo. Cuando los familiares del mayor Moisés Giroldi, líder del fracasado golpe militar del pasado 3 de octubre, levantaron la tapa del ataúd para ver por última vez su cuerpo, se encontraron con un espectáculo espeluznante.
El cadáver aparecía literalmente taladrado de balazos, tenía resquebarajado el cráneo y rotas las piernas y las costillas. La lenta y dolorosa agonía del oficial rebelde en el cuartel del Batallón 2.000 fue supervisada, según los servicios de inteligencia norteamericanos, por el propio general Noriega. Entre accesos de rabia, ataques de desconfianza y botellas de ron, Noriega mandó sumariamente al otro mundo a más de medio centenar de soldados implicados en el intento de golpe. En algunos casos, como el del capitán Nicasio Lorenzo, uniendo el sarcasmo a la crueldad. En el parte oficial de defunción del capitán se establecía como causa de la muerte la axfisia. Con total desfachatez, a pesar de las huellas de la tortura, se añadía que el desgraciado oficial se había «suicidado» en su celda.
Noriega debió ver la muerte muy cerca las tres horas que permaneció en poder de los sublevados, pero mantuvo el tipo. Cuando todavía Girodi controlaba el cuartel, Noriega, en lugar de amilanarse, le insultaba. Le acusaba a voces de no tener «bolas» y le retaba a disparar. Despúes, algunos oyeron a Noriega, ya dueño de la situación, increpar a gritos al mayor: «iMátate! ¡Mátate o te mato yo!». El general cumplió su palabra. Desde ese día, cambia continuamente el lugar donde duerme, a veces en plena noche. Sus comidas son preparadas por las dos únicas personas en las que confía ciegamente: su madre y su amante peruana. El pasado fin de semana, el canciller panameño afirmó que George Bush acudía a la cumbre de Costa Rica a «coaccionar» a los gobernantes americanos «para que santifiquen sus planes de asesinar al general Noriega». El «hombre fuerte» panameño vive obsesionado por la posibilidad de ser objeto de un atentado de la CIA. Afirma tener sobrados motivos, ya que no en vano trabajó para la «Compañía» durante casi veinte años.
Antes de empecinarse en destruir al monstruoso «Cara de Piña», una despectiva referencia a la escabrosa naturaleza de la piel de su rostro, los Estados Unidos contribuyeron generosamente a crearlo. Los servicios secretos norteamericanos descubrieron al joven «Tony» Noriega a finales de 1959, cuando era cadete en la Academia Militar peruana. A requerimiento de su hermanastro, un modesto diplomático a sueldo de la CIA, Noriega elaboró un prolijo informe sobre las tendencias izquierdistas de algunos de sus profesores.
Para el pequeño cadete, hijo ilegítimo de una criada, la posibilidad de convertirse en espía era una oportunidad de oro. Hasta 1966, sin embargo, la relación con los servicios norteamericanos no tuvo caracter «contractual». Ese año, su comandante en la guarnición de Chiriquí, el mayor Ornar Torrijos, le encarga poner en marcha el primer servicio de inteligencia de la provincia. La red de espionaje servía a dos clientes: el Gobierno panameño y los Estados Unidos. El sueldo de «Tony» era tan solo de 100 dólares al mes, a los que se sumaban ocasionales regalos en especie, como botellas de whisky o latas de conserva. En 1964 asciende a jefe de tráfico de la ciudad de David. De esa etapa, lo que más se recuerda es que de vez en cuando, borracho como una cuba, visitaba los calabozos de la «Quinta Guarnición», y obligaba a los presos a desnudarse y correr hasta la extenuación.
En los informes norteamericanos, Noriega aparece en esa época como un «recluta modelo». En 1970, tras el golpe que lleva al poder a Ornar Torrijos, se convierte en Jefe del G-2, lo que le da la llave de todos los secretos de Panamá. A partir de ahí su objetivo es hacer dinero, a lo que se lanza con tanta determinación como falta de escrúpulos. Vende tecnología a Fidel Castro y armas a diestro y siniestro. Eso hace que los norteamericanos se planteen en 1976 la posibilidad de romper con él. No lo hacen y en 1983, tras la muerte de Torrijos, Noriega se convierte en amo y señor de Panamá. Inmediatamente despúes, se asocia con los narcotraficantes colombianos, a los que cobra una «tasa» por utilizar su territorio como punto de paso. Incluso entonces, la Administración Reagan, en pago a sus inestimables servicios en apoyo de los «contras», opta por continuar respaldándole. Cuando hace tres años, Washington decidide por fin deshacerse de él, es ya demasiado tarde. Como Frankestein, su monstruo era ya demasiado poderoso.
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