Porteadores de perfumes exóticos
Cuando los porteadores soliviaron el palanquín, cruzó los dedos para reprimir el
temblor de sus manos. Bajo su rigidez casi hierática, la emoción la
anegaba un hombre se disponía a tomarla por mujer, así como una
secreta ansiedad al pensar en ese oscuro misterio, el deseo de su marido,
los placeres de la carne, el lazo insondable que la noche teje entre un
hombre y una mujer.
Toda la aldea se encontraba allí, la familia de Sara, venida de Jericó,
y, llegada desde Belén, la parentela de Natán, encabezada por la prima
Rebeca, una mujer aún vigorosa, a pesar de su avanzada edad.
Los himnos nupciales se elevaban:
"¿Quién es esa que sube del desierto como una columna de humo,
vapor de mirra y de incienso y de todos los perfumes exóticos?"
Era la realidad. Sara, como la sulamita, verdaderamente subía desde
el desierto. Durante un instante, revivió mentalmente su oasis natal,
rumoroso de manantiales, la casa de su madre, sombreada por un gran
sicómoro, el jardín que los ranúnculos, en su época, coloreaban de
púrpura y encarnado.
A partir de ese momento, su vida se desarrollaría en
la majestad austera de las tierras altas de Judá, bajo su cielo solemne.
El alegre cortejo avanzaba, bajo un sol ardiente, por las estrechas
sendas que serpenteaban entre las moradas edificadas en el flanco de la colina.
Los porteadores se detuvieron.
Habían llegado a la casa de Natán.
Era una construcción de adobe blanqueado a la cal, de las que se
veían tantas en la tierra de Israel. La casa natal de Sara, la de su tío
Eliezer, en Betania, se le parecía mucho. Una higuera de imponente
ramaje le daba sombra y un emparrado recorría la fachada. Tenía adjunto
un establo que cobijaba al asno de Natán.
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