Cuando Bob fue más Dylan que nunca
Bob Dylan se ha convertido tantas veces y se ha distanciado
ya de tantas cosas que todo lo que hace acaba por ser nuevo.
Da igual que
vuelva por la senda despeinada de sí mismo o se aseste una tonelada de fe
cristiana y disco de villancicos. Cuando este tipo echa a volar siempre hay
algo en su viaje que tiene sentido.
No importa tanto el destino como el porqué
del intento. Ahora le ha puesto timbre nuevo al cancionero de Frank Sinatra
(como antes hizo con Woody Guthrie y Hank Williams).
Del repertorio monumental del crooner ha elegido la zona más
oscura. Diez temas catacumbales, casi furtivos, a los que quita el ornamento de
orquesta (y el colorín de los vientos) para dejar un rastro de penumbra como el
que pone a Sinatra a pedir la última copa en un garito indómito. Shadows in the
night se llama la joya.
El álbum es extraordinario. No hace falta ser un maníaco de
Dylan para disfrutar de esto que Diego A. Manrique llama un "nocturno
ejercicio". Incluso mejor: quizá este disco expulse a sus ortodoxos porque
está más en Tom Waits que en lo suyo propio.
Quizá no ser muy dylaniano es un estímulo favorable en este
caso. Pocas veces un disco de alguien tan extrañamente marcado puede resultar
inquietante de tal modo. Sin fisuras. Como si debajo de aquello que el cliché
dispone existiese un mundo a estrenar al que aún algunos no hemos llegado. Y
existe.
Y es impredecible. Y quizá no se vuelva a repetir. Y no importa porqué
hizo este disco. Ni cómo. Está ahí, sencillamente, para sentir que hay días en
que uno quisiera aullar con alguien cómplice al lado. Como hace Dylan aquí, con
la voz insólita, como flipando por nosotros.
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