A que sabe la carne de hormiga

Esta chica se hizo un día amante de Alain Delon y aquello abrió para ella las puertas de la fama cinematográfica en Francia. Aquí la conocimos en «Nikita», cuyo remake americano anda ahora en las pantallas con Bridget Fonda en el mismo brete de dar matarife a quien haga falta. «Sangre fresca», de John Landis, es el segundo intento de promocionar mundialmente a Anne, Parillaud, y la peor película de vampiros que imaginarse pueda. La suciedad y la depravada atmósfera que definían a su personaje en «Nikita» sentaban muy bien a esta criatura de perfecto revolcón. Pera untarla de sangre los hocicos es una cretinada del peor vuelo posible, acorde con la estupidez de transformar sus ojos en un par de refulgentes esmeraldas de quincalla, como si un ejecutivo de la vieja productora Hammer se hubiera vuelto súbitamente loco y emitiera delirios desde su tumba. La dama guarda, no obstante, un buen numero de encantos. 

Pocas chicas, por ejemplo, se quitan con tanta desenvoltura como ella la guayabera en el asiento del copiloto de un coche, y pocas, también, se acoplan con tan caliente destreza entre el volante y el piloto del mismo coche. Esa secuencia es dé lo más entretenido de la película, a lo que hay que añadir lo bien que se mueve la dama debajo de una sábana, y lo estupendamente que pliega su cuerpo juncal hasta quedarse ¡como un escarabajo egipcio suculento y memorable. John Landis es un perverso. Me cuentan que la chica es bailarina, y eso aclara mucho las cosas, y explica -aunque no sirva de consuelo la escasa dimensión de sus pechitos.


La longitud de sus muslos, empero, es de cariátide, y sus tobillos están bastante cerca del diámetro exquisito. Su cráneo es suntuoso en el sentido de que goza de una calavera estupendamente hecha, incluso con ese aire de desconcertante seducción que tienen algunas peculiares calaveras y que consiste, fundamentalmente, en una tendencia a la arquitectura himenóptera. Se trata de un misterioso encanto de enigmática dimensión que quizá tiene mucho que ver con los oscuros designios de la mantis religiosa (aunque mencionar a la mantis religiosa a estas alturas entrañe algo de cursilería). La carne de esa osamenta es extraordinaria en los labios, de comisura huidiza, y en la majestuosa holgura de los ojos, donde la extensa curva del parpado superior, la perfección parisina de las pestañas, la húmeda temperatura de la mirada y un lunar en la sien, consiguen el perdón para una actriz a la que le falta un prolongado hervor.

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