La tortura es normal en África

Busca uno ciertas imágenes de actualidad en vano. Algo se dice, sí, de la redada de ricos que estafaban a lo bestia al Erario Público, pero ninguna cadena sirve reportaje alguno sobre esa interesante acción policial o sobre la naturaleza y ramificaciones de esa banda de presuntos malhechores. De la nao «Victoria», ese bello barco que resultó tan poco marinero, tampoco se dice gran cosa, o, para ser más exactos, no se dice en el lenguaje de la televisión, es decir, con imágenes. 


Se ve que los programas de reportajes de actualidad que se emiten el fin de semana controlan sólo las cosas sucedidas, todo lo más, hasta el jueves, pero hay cosas que o se dan en su momento, recientes, o no se dan nunca. Es también el caso de ese pájaro de cuentas que atiende al nombre de Teodoro Obiang Nguema, el pequeño sátrapa africano que vive de la munificencia del Gobierno español. Aunque los informativos de televisión no nos lo cuentan como Dios manda, parece que el último anfitrión de Felipe González explota inteligentemente los residuos de nuestra mala conciencia colonial. A cambio de no prohibir la enseñanza del español en las escuelas (en las pocas que hay), los militares guineanos exigen centenares de miles de millones de pesetas que ni por casualidad revierten en beneficio del pueblo, uno de los más pobres de mundo. La única condición que pone González para seguir soltando esa pasta gansa es que la policía no torture mucho, y Obiang, complaciente, asegura que no, que tortura poco, que tortura lo normal. 

Ahora bien; para pasta gansa, lo que se dice gansa, la que se sigue gastando la Madre Patria en los eventos del Desencuentro de Dos Mundos. Cada vez que uno ve esos reportajes seriados, interminables, preciosos, sobre la vida privada de las llamas, los remansos del Orinoco o la campiña paraguaya, percibe el fondo insultante de ese despliegue televisivo que, por lo demás, se emite invariablemente a la una de la madrugada, o sea, para las criaturas nocturnas de los bosques. Lo que registran las cámaras, impresionada sobre paisajes de fascinante belleza, es una miseria espesa, helada, crónica, que a buen seguro se paliaría utilizando debidamente los recursos que se dilapidan en tanto reportaje, tanta expedición en canoa por el Amazonas y tanta chorrada. Que no me digan que los cien millones que costó la nao «Victoria», ese submarino, no se podían haber gastado en algo más nutritivo para los indígenas hambrientos y dolientes. Pero su fotogenia, lamentablemente, les pierde.

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