Mr.Smith y el viejo

Una vez en sus habitaciones, consiguieron con gran dificultad abrir la puerta de comunicación. El Viejo, distraído, había dado unas cuantas monedas griegas como propina a Bertolini y Anwar, que no sabían hasta qué punto estarles agradecidos. 

Cuando los dos ancianos caballeros se vieron solos, iniciaron una conversación en la habitación de Mr. Smith. Este abrió su maleta, que descansaba sobre la plataforma plegable. - ¿Qué estás buscando? -preguntó el Viejo. - Nada. Me he limitado a abrir mi maleta. ¿No es lo normal? - No si no se tiene nada dentro. Ciérrala en seguida. Y tenla cerrada hasta que nos marchemos. - Sigues siendo el mismo tirano de siempre -gruñó Mr. Smith, haciendo lo que le decían. - Hay una razón para todo lo que hago -pontificó el Viejo. - Por eso resulta tan irritante. - 

La única posibilidad de tener éxito en nuestra misión es parecer lo más normales posible. - Valientes posibilidades las nuestras, con estas melenas y esta ropa tan rara. - Quizá tengamos que cambiar también eso antes de poder decir que hemos hecho lo que vinimos a hacer. Me doy cuenta de que la gente ya no viste como nosotros. Algunos siguen llevando el pelo largo, como pide la naturaleza, pero se tiñen mechas, se lo cortan para que imite el aspecto de los animales o lo engrasan para poder formar tiesas estalagmitas en la cabeza, como negras y grasientas crestas de gallo. - ¿Negras? Dirá amarillas, azules, rojas o de un verde rabioso. Supongo que no esperarás que nosotros...

iNo, no, no! -El Viejo estaba irritado por la continua oposición a cuanto decía, aquella continua controversia. Sólo es que no quiero que nos convirtamos en el blanco de la curiosidad de las camareras; se fijan en cosas como las maletas vacías y se lo dicen a sus colegas, y la noticia corre como la pólvora. - 

Al de recepción, le dijiste bien claro que estaban vacías cuando me preguntaste dónde me había hecho con ellas. - Lo sé; y tú, con un tacto ejemplar, dijiste que las habías robado. - Así es. ¿Acaso ese hombre es más digno de confianza que los otros criados? - iSí! Hubo una pausa mientras los ecos de la voz del Viejo iban apagándose. -¿Por qué? -preguntó Mr. Smith,en un tono como de serpiente de cascabel. - Porque le di cinco mil dólares de propina. 

Por eso. iHe comprado su silencio! El Viejo recalcó su respuesta para darle mayor peso. - Sólo te falta dejarles unos cuantos miles de dólares a las camareras -murmuró Mr. Smith. - ¿Crees que soy la clase de persona que anda tirando su dinero por ahí? 

Eso ni pensarlo, cuando es mucho más sencillo cerrar con llave tu maleta. - De todos modos, no es tu dinero. Hubo una pausa mientras Mr. Smith hacía girar la llave en los candados. - Cuando hayas acabado, bajaremos a cenar. - Nosotros no necesitamos comer. - No hace falta que lo sepa nadie. - Siempre disimulando... -

Sí; recuerda que estamos en la Tierra. Cuando iban hacia la puerta, Mr. Smith recobró de pronto su energía. Lanzando un grito como de cuervo ultrajado, se paró en seco. - ¿Por qué dijiste que me llamaba Smith? El Viejo cerró los ojos un segundo. Esperaba aquel reproche; en realidad, le sorprendía que no hubiese llegado antes. - Escucha -dijo, ya he tenido bastantes dificultades para decir quién era yo. No iba a pasar por todo eso otra vez. - ¿Qué nombre diste? - Fui tan idiota como para dar el auténtico. - 

Ah, la sinceridad es una de tus prerrogativas. - Bueno, ¿no ha sido la insinceridad la tuya a lo largo de la historia? -Gracias a ti, sí. - Supongo que no iremos a empezar otra vez. Debo recordarte que el restaurante cierra dentro de poco. - ¿Cómo lo sabes? - Lo supongo. Y, como de costumbre, acertadamente. Mr. Smith se sentó, enfurruñado. El Viejo le exhortó: - 

¿De verdad piensan que va a ayudamos en nuestras investigaciones que se divulgue por ahí que no sólo no necesitamos ropa limpia, sino que ni siquiera nos hace falta alimentarnos? Lo dejo a tu sentido del fair play. Mr. Smith se levantó, con un cacareo siniestro. - Fue una tontería decir eso. 

Tanto, que ha apelado a mi agudo sentido del ridículo. Está bien, bajaremos; pero no te garantizo que no vuelva a sacar a relucir el tema, tan profunda es mi herida, tan candente el dolor. Había algo en las últimas palabras de Mr. Smith, dichas lentamente y con la mayor simplicidad, que provocó un escalofrío donde debería haber estado la espina dorsal del Viejo. - 

Y con ello puedo sugerirles un Christian Brothers Cabernet o un Montlavi Sauvignon, buenos vinos ambos, o, si prefieren algo más viejo, aunque no necesariamente mejor, tenemos el Forts-de-la Tour 1972, un burdeos, o, a dos mil ochenta dólares la botella, La Tache 1959, un borgoña, y, entre esos dos, numerosos buenos vinos de mesa -recitó el sumiller sin tomar aliento. - Para nosotros todos los vinos son jóvenes -dijo sonriente el Viejo. - 

Un chiste oportuno -apostilló el sumiller. - No es un chiste -le espetó Mr. Smith. - Touché -dijo el sumiller, por decir algo. - Tráiganos una botellla del primer vino que encuentre. - ¿Tinto o blanco? El Viejo miró a Mr. Smith. - ¿No hay término medio? - Rosado. - Buena idea. Mr. Smith aprobó cortésmente con la cabeza, y el sumiller se fue. - 

La gente nos mira -masculló Mr. Smith. Hicimos mal en venir. - Al contrario, son ellos los que hacen mal en mirarnos. Y el Viejo fue clavando la vista en los demás comensales, uno por uno, y uno por uno volvieron a ocuparse de su plato. 

La cena no fue precisamente un éxito. Ninguno de los dos llevaba el suficiente tiempo comiendo como para haberle cogido el gusto, y la espera entre platos se les hacía interminable. Había poco más que hacer que charlar, y cada vez que aquellos dos hablaban llamaban la atención. Aunque los demás comensales se habían visto cohibidos, tanto por la penetrante mirada del Viejo como por el ambiente lúgubre que había caído sobre el comedor -y que afectaba incluso al de ordinario insensible pianista, que dio varias notas discordantes en su versión de Granada y acabó por marcharse del comedor enjugándose la frente-, ahora dirigían miradas furtivas a los dos ancianos, a aquellas dos pequeñas tiendas de campaña, una negra, blanca la otra, armadas bajo el gesto asqueado de un tritón que, en una hornacina, escupía agua en una taza de mármol. - 

Habla de una vez -murmuró discretamente el Viejo. Contra lo que suele ocurrir, tu último reproche cuando salíamos de nuestras habitaciones fue tan sentido que me conmovió. No quiero que sufras, aunque puedas creer lo contrario.

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