Me he arruinado de comprar tantas faldas

Por fin he cambiado la ropa de los armarios. Como siempre que cambio la ropa de los armarios (dos veces al año, una cuando llega el verano y otra al aparecer los primeros fríos), descubro un montón de cosas inútiles, prendas cuya existencia había olvidado y que dormitan ahí porque no me abrochan, ni me sientan, y además están pasadas de moda. Son como cadáveres flácidos ahorcados en una percha de plástico. Es entonces cuando me azota la neura. Estos días, sin ir más lejos, he vuelto a sentir sus efectos. 

Después de trasegar varias horas con faldas y vestidos llego a la conclusión de que no tengo nada que ponerme y, atacada por un vago sentimiento de indigencia, salgo a la caza y captura de algún modelito nuevo. La ropa que compro luce muy bien en las tiendas y por eso la compro, pero luego llego a casa y descubro que me hace enana, o me saca culo o no combina con esas prendas del armario que duermen el sueño de los justos porque en su día tampoco combinaron con nada. 

Al principio creía que todo era una trampa de los espejos de las tiendas, que nos hacen a las mujeres más altas, más guapas y con los ojos más azules, pero la culpa está en mí, o al menos en la idea que de mí proyectan interesadamente las dependientas de las tiendas. 

Ellas utilizan conmigo un lenguaje para el que no estoy preparada emocionalmente. Veo un jersey en la estantería y antes de atreverme a desdoblarlo alguien se apresura a decir que me quedará ideal, me pruebo una falda y resulta que estoy bárbara, y luego se me ocurre preguntar por el precio de un trajecito y contestan que es superponible. Así pasa lo que pasa. O sea, que me arruino. 

El lenguaje de la moda es reconstituyente y supone la mejor terapia para sacar a flote la autoestima. Ahora, invadida por la tontuna otoñal -de mi cuerpo han desaparecido los últimos restos de bronceado, me da grima el roce de las medias en los muslos y para más inri, con el frío empiezan a dolerme las bisagras- necesito una dosis rápida de lenguaje euforizante. No sería mala idea tratarme a mí misma como un trapo. Cuando me llamen por teléfono para preguntar qué tal estoy, rápidamente sacaré a relucir mi nuevo lema: superponible. A ver si cuela y alguien se anima.

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