El incomprendido de Timoteo
Para Cela, una novela, una narración, es la fe de vida de un pueblo, y de un momento, interpretados ambos literariamente. No está alejado del espejo que ponía Stendhal en mitad del camino. Lo que ocurre es que, en España, los caminos solían estar vigilados por la Guardia Civil, que pide los papeles cada dos por tres, así que mejor llevar la fe de vida, por si acaso. En la antesala de El bonito crimen del carabinero (no cabe más España negra y cañí en menos título) escribe que «ocasiones quiso darme la Providencia en que sentí a mi corazón hundirse en la piedad.
Momentos se me hicieron pasar en los que gocé contemplando una mujer partida por un tranvía». Y es que el español, lo sabe Cela, tal vez no siempre, si se asoma al espejo de su vivir se reconozca Pascual Duarte, pero, sin duda, sí queda atrapado en ese panel de millares de personajes de sus textos cortos, de sus novelas corales, en donde pululan disimulando sus llagas y exhibiendo sus desmesuras. En el gran angular de la prosa corta de Cela -y pocos de su tiempo tan dotados como él para deambular confiados por el retrato al minuto, por el apunte, por la distancia corta- está toda la España negra de la posguerra.
En Timoteo el incomprendido, en Santa Balbina, 37. Gas en cada piso, en El bonito crimen del carabinero, en Café de artistas -por citar cuatro espléndidas novelas cortas, burla burlando se nos hace el inventario de las miserias terrenales y, una a una, sin olvidar ninguna.
En los cuentos de Cela, desganados o humorísticos, tristes o tiernos, se vive de la frasca de agua de los cafés, que es de balde, y del con leche, si se fía al desgraciado, que no siempre ocurre. En los cuentos de Cela se hace un arte del «sableo» y del asalto con labia. Es éste un hambre real y cruel, pero digno; iay!, si el personaje, para pasmo del camarero, tiene un duro que derrochar: «Quédese con la vuelta, yo no soy ningún muerto de hambre.» De qué sorprenderse: las criaturas de Cela vienen de atrás, del hidalgo del mondadientes del Lazarillo, del Buscón don Pablos, de Quevedo.
Como a sus clásicos, a Cela le sangra el órgano cordial, aunque se le huya la sonrisa tras una mujer descalabrada por el tranvía del vivir. Parece que se ríe, sí pero estas páginas destilan amargura. En los párrafos breves de Cela, los nombres propios son como luces de neon, como señales amigas que nos van llevando por un estilo inimitable. Son, también, un desquite de quien empezándose a llamar Camilo, acabó diluyéndose en un intangible Cela; así que cómo no iba a apellidarse el pobre Timoteo, Moragona y Juarrucho.
Es, por lo demás, la única ventaja -el enmendarle la plana al azar- que tiene ese duro oficio, que se lo digan, si no, a Zoilo Santiso, escritor tremendista: «Los padres de familia no dejaban a sus hijas leer los libros de Zoilo Santiso.»
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