La señorita tenía un número
A los chicos se les llamaba señor: señor Catalán, señor Lorente, señor Vara. A las chicas, señoritas -señorita Jimena, señorita Carmen, señorita Angeles- y a una de ellas, por rango y por antigüedad, doña María. Es muy triste que, en este país y en otros muchos, haya que alcanzar una fecha clave, casi siempre un aniversario rotundo, para valorar a una persona o un sucedido: que el descubrimiento de América seguirá siendo idéntico en su treinta y nueve cumpleaños, o en el famoso quinto centenario. Y con las almas vivientes ocurre lo mismo: se lloran, se celebran y se cantan tras el día de la mudanza, o en la décima celebración y mucho mejor, en el primer centenario. Luego suele echarse una capa parda sobre el glorioso fantasma y si te he visto -que te vi- ya no me acuerdo.
Yo conocí a Miguel Catalán -para sus torpes alumnos, el señor Catalán- durante el mes de enero de 1943. Luego le vi a diario por espacio de tres años, a excepción de aquellas fechas en las que yo hacía novillos, para irme al cine Padilla. Siempre le admiré, primero inconscientemente, luego sabiendo lo que era y lo que disimulaba en una extraña mezcla de orgullo, pudor y sencillez. Siempre le quise y nunca me dio miedo, inquietante fenómeno que suele producirse en las tripas del mal alumno, ante las barbas del severo profesor y que a veces -el melodrama es reallleva incluso al suicidio del más asustado.
Miguel Catalán estaba en el Club Alpino con su hijo Diego y José Carlos y Jaime Lorente, a mi me llevaron mis padres, como tantas veces: yo caminaba en la pendiente que conduce sin remedio a la fontanería, al arte taurino o a la indiferencia total, es decir, aburrido de fracasos escolares, de maestros sin gracia y de estúpida disciplina paramilitar; tan aburrido como cientos de miles de mocitos en edad difícil -los trece o catorce añosen aquella terrible etapa de color azul y malta con leche aguada. Supongo que mi padre y Miguel Catalán hablaron de mí y por fortuna el señor Catalán me rescató de las heladas aulas de la posguerra, para llevarme al único lugar cálido que entonces había en Madrid: donde los niños -y las niñas- se sentían personas y los profesores -y las profesoraseran amigos y tenían vocación.
En un viejo anuario del Club Alpino Español, fechado en 1920, encuentro en su lista de socios, con el número 593, a Catalán Sañudo, Miguel, con domicilio en la Residencia de Estudiantes. Qué casualidad ¿no? que un chico así viviera en la Residencia de Estudiantes, que -por fortuna- de nuevo abrió sus puertas. ¿Existe aún el cuarto donde estudiaba el socio 593 del Club alpino Español? Y sí está allí: ¿hay una plaqueta que lo diga, aunque sea muy pequeña?
Por qué tendría gracia que en la luna hubiera un cráter con el nombre de Miguel Catalán y en casa nos olvidáramos de él. Era aquella escuela -esa es la palabra que le gustaba a la señorita Jimena- una isla en Madrid, una isla bien curiosa, donde los niños y las niñas, se sentaban juntos, algo muy sorprendente en los primeros y casi en los últimos tiempos de la dictadura, donde se enseñaba a convivir y a pensar y a dejar pensar y a dialogar, donde no existían libros de texto oficiales, donde todo un curso se hablaba de la Reconquista y otro del Poema del Cid, donde el Arte y la Música tenían sitio, donde los alumnos podían editar un periódico sin censura, aunque con clara influencia de «La Codorniz», donde una de sus profesoras -la señorita Pilar Marqueríe- iba al colegio en bicicleta, con falda corta y un fez colorao, mientras los chicos, mucho más conservadores, nos poníamos corbata y las chicas, medias de lana blanca: era una isla bien curiosa donde mandaba el buen gusto y la buena educación, la de dentro y la de fuera.
A mí, el último en llegar, el nuevo del mes de enero -y bien duro es ser nuevo en un colegio- me tocó dar una conferencia a los demás alumnos, cosa que, por supuesto, me dejó sorprendidísimo: elegí como tema a «Cleopatra», sin sin duda influido por Claudette Colbert, y aún recuerdo que pasé las ducas del infierno en menos de diez penosos minutos. Hay algo muy triste en el más que difícil tema de la educación: no es sólo el temor al maestro, el angustioso deseo de que la clase temine, el miedo a preguntar y el terror a ser preguntado, la impotencia ante los libros vacíos que no se entienden y que menos importan, es también el mal recuerdo de las aulas húmedas, de los largos pasillos, de la estúpida seriedad de los maestros que no saben reír, ni hablar a los niños como si fueran mayores, olvidándose de su autoridad y jugando en el filo de la navaja -que es donde se debe jugar, porque nunca se ha escrito nada de cobardes- con una materia, que si es maleable y a veces puede ser mal guiada, es también crítica y peligrosa.
De «El Jardín de los frailes» a mi recuedo de aquella escuelaisla hay tanta distancia como la que va de la frustación y el odio, hasta el amor y la gratitud. El señor Catalán, que nunca llevó abrigo, ni sombrero, ni chaleco, explicaba la física, la química y las matemáticas, con la sencillez del que lo sabe todo y la paciencia del que se dirige al que no sabe nada, y más aún: del que está dispuesto a mantenerse en la ignorancia por cerrazón de mollera y racismo infantil. Yo ahora daría mucho por poder escucharle y sentir su aliento cálido, que no era maestro de escuela, que era un científico a quien no merecíamos, y ahora amplío el territorio hasta abarcar nuestra geografía entera.
Murió prematuramente en 1957, fue investigador y profesor, su nombre estuvo unido a los de Fowler y Sommerfeld -conviene siempre citar doctos con nombres sajonesfue descubridor, y catedrático de Espectroscopia y Estructura Atómica, dejó una hermosa huella y singulares discípulos, y si yo supiera de lo que él me intentó enseñar, me atrevería a decir -porque he oído contar semejante historia- que fue el germen de toda la física de hoy, o ayer por la tarde, sabemos y hacemos en España. Aún recuerdo como, ante aquellos mocitos-mocitas, explicaba los secretos del átomo, antes de que en Hiroshima se sintiera el terrible trueno, con la sencillez del que está en el ajo por conocimiento, por sensibilidad y por talento. Y lo más curioso de todo es que, al pequeño y desatento grupo de neófitos, el misterio les pareciera sencillísimo: tan sencillo como verle esquiar en la Sierra de Guadarrama o andar por Madrid, en el mismísimo enero, sin abrigo y sin chaleco.
Hace treinta y dos años murió Miguel Catalán; no es el décimo, ni el cincuenta aniversario, ni mucho menos el centenario, que son treinta y dos, día arriba o abajo. En 1970 -por supuesto aquí no le hacíamos ningún caso- la Unión Internacional de Astrofísica reconoció públicamente la aportación a la Ciencia de Miguel Catalán, socio 593 del Club Alpino Español, dando su nombre a un cráter de la cara oculta de la luna: la verdad es que los astrofísicos estuvieron un poco cicateros, porque él no se merecía la cara oculta, sino la otra. Pero de todas formas, para un baturro no está mal. Yo le veo allí, en su cráter, sentado sin abrigo, ni chaleco, sonriendo un poco por encima de la vanidad de sus colegas, y pensando; me parece bien la luna en materia de cráteres, y se incluso, que cuando está llena, puede motivar al querido lobo humano, pero en picos, mi Peñatara, mi Fuenfría, mi Guadarrama y mi Maliciosa, que a veces tienen nieve y flor de jara y tomillo en primavera.
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