El pez y la caña
El ingreso mínimo garantizado es una realidad en casi todos los países del Mercado Común. Algunos de ellos lo establecieron hace mucho tiempo; tal es el caso de la República Federal Alemana (1961, Ayuda Social); del Reino Unido en 1966 (Ley sobre el «Supplementary Benefit»), y en 1970 («The family income supplement»); los Países Bajos en 1963 (Ayuda Social); Dinamarca en 1933 (Ayuda Social). En otros países surgió como consecuencia de las situaciones de paro y de indigencia a raíz de la primera crisis del petróleo; así ocurrió en Bélgica en 1974 («Le minimex»), en Irlanda en 1977, y recientemente en Luxemburgo (1986) y en Francia (1988, la renta mínima de inserción).
Desde el ángulo doctinal no parecen darse tampoco dudas razonables sobre la conveniencia de crearlo; y, de hecho, diversas instituciones internacionales han recomendado su implantación. Así, el Parlamento Europeo, en su resolución de 16 de septiembre de 1988, solicita a la Comisión que estimule en todos los Estados miembros la instauración de una renta mínima garantizada, para favorecer la inserción de los ciudadanos más pobres en la sociedad.
El informe de la O.I.T. sobre la seguridad social del año 2000, llega a afirmar que: «La perspectiva de la pobreza es intolerable en sociedades prósperas que disponen de los recursos y de la capacidad administrativa para suprimirla, si tienen la voluntad política de hacerlo». ¿Cómo se puede defender hoy en España, desde posturas teóricamente progresistas, que el ingreso mínimo de reinserción social es una propuesta conservadora propia de gobiernos de derechas?
Es cierto que ha podido ser asumida por diferentes gobiernos conservadores; pero lo único que este hecho indica es, quizá, la necesidad evidente de tal medida, y la pertenencia a ese acervo común de prestaciones sociales que, fuese cual fuese su origen, hoy todos defienden como parte integrante del Estado de bienestar, conquista de la Europa desarrollada. El triunfo más importante de la socialdemocracia es, sin duda, que muchas de sus propuestas se hayan constituido en patrimonio común de todos los países europeos, con independencia del signo político de su gobierno.
Emplear argumentos como los de la caña y el pez implica un cierto grado de cinismo, o la carencia total de discernimiento crítico, al anteponer la autojustificación a cualquier planteamiento coherente. Nadie duda de que sea preferible un puesto de trabajo a un subsidio, pero, por desgracia, la incapacidad del sistema económico actual para conseguir el pleno empleo es un hecho evidente en la mayoría de los países occidentales, y no existe criterio racional alguno que haga pensar en un cambio de tendencia.
En el caso de España, la realidad es mucho más palpable, ya que nos encontramos a la cabeza de Europa en cifras de paro, con un porcentaje dos veces mayor que la media europea, y con una tasa de población activa muy inferior a los países de nuestro entorno.
Sólo desde las teorías arcaicas de un capitalismo salvaje se puede seguir defendiendo argumentos como el anterior. Sólo los conversos al liberalismo económico (todos los conversos son extremistas en sus planteamientos) pueden seguir defendiendo, además de una realidad fáctica, como es la distribución injusta de la riqueza que realiza nuestro sistema económico, una tabla de valores que considera la pobreza no como una desgracia sino como un pecado.
La historia es vieja y se da en casi todas las religiones. Dios es justo. ¿Cómo explicar entonces el mal en el mundo? ¿Cómo justificar el dolor y la muerte? La causa debe estar en el hombre, en el pecado. Pero, ¿y los inocentes?, ¿por qué sufren aquellos que no pecado? Vieja objeción que ha zarandeado de forma permanente las construcciones teológicas más firmemente construidas.
Desde el libro de Job hasta Iván Karamazov, esta pregunta ha sobrevolado como pájaro de mal agüero las seguridades religiosas de los profetas. Sus respuestas nunca han sido convincentes: el pecado de los padres, un pecado primigenio y original. iQué más da! Lo importante es preservar la bondad de Dios, su justicia. Que no haya sospechas Dios ha hecho, como diría Leibniz, el mejor de los mundos posibles. El liberalismo económico es casi una religión. También tiene su dios: el mercado. El mercado es perfecto. «Laissez faire, laissez passer».
La pobreza, el desempleo, no son frutos del sistema sino el castigo que el nuevo Dios del siglo XX inflige a los ineptos, a los inadaptados, a los holgazanes. El pobre no solo lo es, también es un pecador; ha errado contra el sistema. Es culpable, la santidad del mercado lo exige. Los defensores de tales teorías deberían lees el Cándido de Voltaire, e intentar, con un poco de imaginación, desmitificar el optimismo económico, con la misma gracia que el autor francés emplea para burlarse del optimismo metafísico.
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