Haring odiaba sus imágenes
Quiero que mi entorno esté invadido por imágenes que son superiores a mí y hablan mejor que yo pero me pertenecen». Haring invade el mundo de imágenes que se escapan de las galerías de prestigio para ocupar con orgullo sitios vanales. Se abre en Nueva York una tienda de Gadgets Haring, los museos venden pegatinas Haring, tiendas italianas son decoradas íntegramente por Haring, el cuerpo del novio de Haring se pinta públicamente con motivos Haring y, durante el 84 y 85, todos llevaban una chapa de Haring en el bolsillo. Yo tuve también calcomanías y chapas, un perro que ladraba sobre rojo y, en blanco, un niño llorando boca arriba «no sé quién es ese niño, pero se parece a mí, soy muy infantil y estoy siempre asustado como un gato panzarriba, desarmado». En una madrugada neoyorkina de diciembre del 85 encontré a un joven con camiseta rota y cazadora de cuero que rebuscaba en los cubos de basura de Aston Place.
Era Haring, con desgana se paró a saludarnos (ya dije que fui yo la única interesada en esa relación) y quedamos en vemos más tranquilos por la mañana. Haring, continuó rebuscando en la basura, en dos años su imagen se había separado de la más aséptica de Sharf y estaba más cerca de Basquiat, (a los dos les unió la muerte prematura, futura 2.000 o los grafiteros desesperados y urbanitas de Sidney Jains.
Haring nació en el 58 en un pueblo de Pensylvania, de una familia acomodada que le mandó con una buena paga, a estudiar Arte a Nueva York; él nunca fue un niño de barrio y metro, pero el triunfo y la fama le permitieron elegir la imagen que quería. Fue pintoresco verle al día siguiente en la Galería de Tony Shafrazzi mientras firmaba libros y preparaba la próxima exposición. Aquel chico, rico y famoso, estaba lejos del otro, aquél que venía de la bienal de Sao Paulo y discutía con Sharf la posibilidad de comprarse a medias una exuberante isla brasileña.
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