Tsvetáieva la pianista tenebrosa

Los cuatro colaboraron a preservar el espíritu de su pueblo a través de su genio creador y su integridad moral. Fueron poetas de una inmensa complejidad pero también fueron fuerzas elementales. La Tsvetáieva era, toda ella, encendido lirismo. La poesía de Mandelstam tiene infundido el granito de la ciudad de Leningrado y las piedras de Armenia. La Ajmátova escribió que, «como un río», había sido desviada por la dura época que le tocó vivir, y la obra de Boris Pasternak es un viento, un huracán. «Aquí me acabo yo pero tú sigues viviendo», decía en su canción El viento. A diferencia de la Ajmátova, que fecha sus poemas y que vive de manera muy consciente en la historia, Boris Pasternak parece una fuerza de la naturaleza que apenas tiene algo que ver con los nacimientos, las muertes y los centenarios. La vida es para él una palabra siempre presente, como si sugiriese el exuberante título de su tercera colección de versos, el libro de 1922 que le granjeó la fama: Mi hermana la vida. Asombroso título, justo en la plenitud de la agonía de su país.

Era su manera de decir que a lo que rendía lealtad hasta el fin era algo más majestuoso y a la vez más modesto que los dioses de la revolución. Nacido en el seno de la intelectualidad liberal -su padre, Leonid, distinguido pintor, y su madre, Rosa, concertista de piano- Boris Pasternak se sintió embriagado al principio por los acontecirnientos revolucionarios que se sucedieron en octubre de 1917.

Observando el tumulto revolucionario que se produjo en la Europa del Este el año pasado, me acordé de las reflexiones de Yuri Zhivago: «Las estrellas y los árboles se reúnen a conversar, las flores hablan de filosofía por la noche, las casas de piedra celebran mítines. Es como algo sacado del Evangelio, ¿no te parece? Hablarás con lenguas y profecía. Pide en tus rezos el don de la compresión». Al margen de sus anhelos de justicia e igualdad, el juvenil Pasternak respondió al absolutismo de los revolucionarios y sus decretos. No era dado a actuar con decisión. Hasta le costó encontrar su vocación poética inspirado por Scriabin, estudió composición musical durante seis años y luego filosofía en Moscú y Marburgo. Como un Hamlet de la vida real, no podía dejar de sentirse espoleado por una acción decisiva y sin concesiones, por lo que la turbulencia de Moscú halló enseguida eco en su temperamento creativo. La «ciudad irreal» de Eliot no es para él. En su poesía y su ficción, la vida urbana es real y dinámica y está tan cargada de emoción como los venados paisajes cubiertos de abedules. Entre Pasternak y Eliot se produce también otro marcado contraste.

El poeta ruso habría sido incapaz de adoptar la altivez puritana con que Eliot observaba los amoríos del escribiente del agente inmobiliario y la mecanógrafa; para Pasternak, el amor erótico era sinónimo de creación, la primavera era «una robusta lechera», se sentía atraído por la imagen de la mujer caída, de la Magdalena -vislumbrada primeramente en las prostitutas que hacían la calle en las proximidades de su casa-, contemplándola con una mezcla de pasión y compasión. El contrate es importante porque la gazmoñería sexual de Eliot sigue ensombreciendo a los poetas ingleses, mientras que -a pesar del puritanismo de la literatura soviética oficial- la vitalidad plena de poetas rusos de la talla de Pushkin y Pasternak sigue llevándose la palma.

Al conmemorar este centenario, debemos conmemorar también una sensación de intimidad que se establece entre el poeta y sus lectores y que no puede por menos de resultar envidiable para los poetas occidentales. Gilbert Harding, el personaje de la televisión, solía contar una anécdota reveladora. Cogió el metro, y la gente, por supuesto, lo reconoció y empezó a clamar pidiéndole un autógrafo. El se sintio embarazado, porque sabía que justo enfrente, enfrascado en la solución de un crucigrama y completamente desaparecibido, iba sentado nada menos que T.S. Eliot. Los viajeros rusos no habrían dejado de reconocer a Boris Pasternak. A pesar del ocultamiento oficial, la noticia de su muerte se propagó como la pólvora por todo Moscú y el día de sus funerales, el cementerio de Perediélkino, el pueblo natal del escritor, donde tenía su residencia, se llenó de gente corriente moscovita.

«¡Basta de discursos!», ordenó un agente del KGB mientras bajaban el féretro a la fosa, pero un obrero, vestido con una colorida camisa de cuello abierto comenzó a decir: «¡Duerme en paz, querido Boris Leonídovich! No conocemos todas tus obras pero te juramos que llegará el día en el que las conozcamos todas». Esta proximidad que existe en Rusia entre la gente y el poeta resulta muy misteriosa. Yo creo que, en parte, debe atribuírsele a la revolución, y no sólo en el sentido negativo, el mérito de situar a los poetas en la oposición clandestina. Los poetas se impregnaron también del concepto de camaradería e igualdad. «En mí hay personas sin nombre», escribió Pasternak. «Niños, árboles que gustan de permanecer en casa, / todos ellos me conquistan / y ésa es mi única victoria».

La Ajmátova fue capaz de decir, refiréndose a la cola de una cárcel: «yo era mi gente en aquellas horas / allí, donde, por desgracia, estaba mi gente». A Pasternak se le perdonó la vida personalmente durante el terror de los años treinta. Tampoco tuvo que sufrir, como la Ajmátova, el destino de tener en los campos de concentración a un pariente próximo. Llevó una vida encantada, negándose a firmar denuncias. Se le permitió vivir en paz, mientras los lacayos resultaban muchas veces capturados y fusilados. Se han apuntado muchas razones para explicar su huida. Al morir, por suicidio o asesinato, la esposa de Stalin, Pasternak declinó limar una aduladora carta de condolencia, aunque -llamando imprudentemente la atención sobre sí mismo- añadió una posdata que venía a decir que la muerte le había conmovido «casi como si hubiera estado allí». Se dice que, quizá, el supersticioso déspota pensó que insinuaba una segunda visión y por eso se asustó. 0 quizá fuera porque apreciaba las traducciones de poemas georginanos que Pasternak había llevado a cabo. En última instancia, Stalin era impredecible y a veces respetaba a la gente valerosa.

La pianista Yudina le devolvió una gran suma de dinero alegando que no podía aceptar dádivas de un asesino. Y sobrevivió. En su fuero interno, Pasternak experimentó durante el terror un sufrimiento intenso. Su escritura se secó. Sólo era capaz de traducir. Se convirtió en el traductor clásico de Shakespeare al ruso y estaba pensando en escenificar su versión de Hamlet. Pero entonces detuvieron y fusilaron a Meyerhold. El sentimiento de culpa asaltó al poeta, milagrosamente intocable; pensó que podría haber salvado la vida de Mandelstam sólo con haber dicho directamente «es un gran poeta» cuando Stalin que quería hablar con él del amor, de la vida y de la muerte; pero esos temas no le convenían al dictador. Pasternak pensaba que podría haber hecho más por la Tsvetáieva cuando ésta regresó a Rusia, salvándola así de cometer el suicidio.

Valerosamente, visitó a la marginada Ajmátova y le colocó silenciosamente una cantidad de dinero bajo la almohada. La guerra, pese a todos sus honores, le pareció a él, como a otros millones de personas, una especie de liberación, de purificación. Parecía inconcebible que la guerra del estado contra su propio pueblo pudiera revivir alguna vez. Trabajó en una novela que habría de explorar las relaciones de un poeta moscovita con el cataclismo de la revolución y la guerra civil. Su primer amor, decía, había sido siempre la prosa; varias obras anteriores escritas en prosa, como La infancia de los amantes y Una historia, habían esbozado temas que luego alcanzarían su culminación en El doctor Zhivago. Y, en piezas narrativas en verso de los años veinte tales como Spektorski y El año 1905, había revelado también su tendencia a la ficción.

El doctor Zhivago conocería a su importantísima protagonista, Lara, gracias a un encuentro casual que tiene lugar, despues de la guerra, con una mecanógrafa en las oficinas de la revista Novy Mir. Esta mecanógrafa, Olga Ivínskaia, «no se alisaba el pelo con su mano automática / y ponía un disco en el gramófono» sino que emprendía una apasionada aventura con el poeta, casado ya dos veces. Eso le granjea a Olga gran sufrimiento -es detenida y encarcelada por relacionarse con él, granjeándole desgracia y esplendor y convirtiéndose en un arquetipo «primordial y que todo lo impregnaba». Ella había contado su historia de manera conmovedora en Cautiva del tiempo. La infelicidad que esas relaciones le produjeron a su esposa, Zinaida, no está tan bien documentada. Sólo cabe decir que le produjo remordimientos a Pasternak. Pero Olga -Lara- era el destino. Hacer publicar su novela en Italia fue un acto de enorme valentía. Estaba firmando, le dijo a su editor, su propia sentencia de muerte.

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