Estanislao Figueras un músico de corazón
En mayo de 1873 firmó Estanislao Figueras, primer presidente de la fugaz República, un decreto en el que cambiaba la denominación de la Academia de San Fernando -Bellas en lugar de Nobles Artes- y se creaba su Sección de Música. Los doce nuevos académicos habían sido nombrados a dedo, puesto que no había lugar para la elección.
El sabio índice que señalaba fue el de Castelar, filarmónico apasionado y ministro de Estado a la sazón. El orador acertó sin duda en once nombres, que realmente ocupaban la cima de la música española en Madrid, y añadió el de Antonio María Segovia, un señor cuya figura puede ser olvidada sin que gima la musa de la Historia. A veces, en las Academias, se encuentra uno a estos señores de marrón. Desde su fundación, la Sección de Música se ha distinguido por muchas excelentísimas presencias y por algunas lamentables ausencias, no menos ilustres. Pero no es cosa de emular a Subirá, historiando la Sección, sino de celebrar el ingreso en ella de Carmelo Alonso Bernaola, músico de inteligencia y corazón.
Por no hablar sino de los compositores, ya están en la Academia Antón García Abril, Cristobal Halffter y Luis de Pablo. Es decir, músicos que aún conservan el impulso de la vanguardia -palabra que sigue valiendo, pese a su presunto descrédito- y cuyas obras continúan en el frente de batalla estético. La retaguardia no es para estos hombres, que morirán con las botas puestas, dentro de muchos años, naturalmente. A ellos se une ahora Bernaola, otro de los grandes, otros de los que buscan y encuentran.
Hace poco, el Festival de Otoño de Madrid rindió un homenaje a Bernaola en su sesenta cumpleaños. Ensanchan el espíritu esos actos en honor de los artistas que los pueden disfrutar. Lo ensanchan también las elecciones académicas a tiempo, porque las Academias son lugares de trabajo, y no del contemplación del pasado. La medalla no es una condecoración, sino la insignia para quien, junto a sus compañeros, quiere y debe influir en la vida cultural del país. Todos los que escribimos sobre Bernaola, hemos contribuido quizá a una forma tópica de referirse a él, con fundamento en su exuberante personalidad. No perjudica demasiado el tópico, ya que se funda en la realidad, como todos los buenos lugares comunes, tan convenientes para el orden de las ideas. El mal tópico sí puede resultar perjudicial. Por ejemplo, el que se refiere a las púas o las aristas de la música contemporánea. Pese a algunos escándalos ya olvidados, Bernaola ha ido siempre hacia un fin: el de la belleza sonora.
Dueño de una formidable técnica de escuela, adquirida firmemente en su juventud, dominador de los grandes secretos de su oficio pero también de los pequeños, como artista práctico y cotidiano, libre en su invención de formas musicales y de maneras personales, creador de un impulso universal que parte de sus mundos, voluntariamente «limitados» pero nunca pequeños, el músico de Ochandiano, euskaldún recriado en Burgos, nos ofrece el tesoro de un trabajo hermoso, ancho y sin fronteras. Que la Academia le sea benigna, como se lo fue a sus maestros, directos o indirectos.
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