Ritos en el árbol del amor
Y el árbol de amor: escribir sobre la primavera exige, ya se sabe, la mención de lo natural como un tópico clásico, aunque sea lo natural urbano. Porque detrás de las primeras cucarachas, y detrás de los pájaros que una siente que ya llegan, es la sangre, y la piel, la que pide viaje, sol, emigración ancestral.
Decían los clásicos que equinoccios y solsticios, cada uno con su actuación peculiar, tiraban de los humores, sean estos la mar océana, la cálida sangre o la bilis de la melancolía. En primavera salía de su cárcel oscura la diosa fecunda y se empezaba a desperezar, de manera que la tierra, castigada todo el invierno al frío y la esterilidad, revolvía sus pasiones, volvía a enamorarse, se calentaba y abría sus flores, salida de su ensimismamiento helado. Y esa presencia divina envolvía a todos, de modo que mujeres y hombres se miraban de otra manera, soltaban las lanas y estrenaban los algodones, y, en una despedida cíclica, quemarían lo viejo para asistir, renovados, limpios, a su renacimiento anual.
Es la Pascua. Domingo de Ramos, si no estrenas algo te cortan las manos, decía un aserto de mi infancia. Y de repente la calle, que dos días antes era gris y tres meses más tarde se llenaría de mantillas de blonda sobre sedas negras, estaba ahora poblada, hasta el mismo Viernes Santo, por los colores celestes y rosados, blancos, luminosos: estrenábamos los zapatos claros y las telas suaves, las villelas y las chaquetas de punto, aquellos vestiditos de popelín con guipour.
El recorrido del jueves, la visita a las Estaciones de la Pasión, llenas de velas -aquel olor de incienso y cera quemada- y de flores casi obscenas en su naturalidad exuberante: calas sobre todo, pero también gladiolos y claveles blancos, era en realidad un desfile de modelos un poco ingenuo, un pase de revista a los resultados: todos los talleres de modistería habían trabajado los últimos meses. Y ahora llegaba la prueba, la mirada apreciadora o, ay, despreciadora, que comparaba y constataba, de iglesia en iglesia, de saludo en saludo, dos hechos al menos: uno, que no había equivocación al elegir el figurín o la tela, que aquello estaba a la moda. Y dos: que con la voluntad de la Luna Pascual, la primavera se había impuesto en las calles.
Eso pasaba en la España católica de los primeros sesenta. Después, entre la pérdida de fastos litúrgicos del Vaticano II y la llegada del «prêt-à-porter», las cosas cambiaron un poco, y aunque el relevo estacional merece y tiene celebración religiosa, la primavera de la calle empezó a rendir culto a dioses menores. La Semana Santa se convirtió en descanso vacacional, y ya parecía el viaje, y no las fiestas, (que en el anonimato de la playa desnuda y atea perdieron esa carga dulce/amarga del control social), el motivo de la compra ritual de la estación. Porque sigue siendo ritual, aunque las liturgias hayan cambiado. Son las mismas fuerzas profundas, esas que cristalizaron en las limpiezas anteriores a la pascua judía o en las luminosas fallas, en la catársis de la cuaresma, símbolo del invierno y verdero preámbulo de la resurección, las que nos llevan a los escaparates, pensando un poco angustiadas -y angustiados- en nuestros armarios llenos de trapos viejos. Llegan los días largos, y, como hace tres mil años, algo se enciende, algo invita a la calle, algo florece dentro y fuera de nosotros.
La ropa, que nos muestra y constituye, que diría Roland Barthes, se vuelve algo más que una metáfora de esa necesidad de cambio: dirige, en el caso de esta primavera nueva, los deseos, las pulsiones, hasta las frustraciones. Ya sabemos que la mejor terapia para un berrinche, matrimonial o laboral, tanto da, es una buena tarde de compras. Que los analistas invitan a sus pacientes depresivos -y los dietólogos a sus clientes frustrados- a premiarse. Que los premios siempre van por caminos oblícuos al deseo... Llega la ropa clara, esa necesidad de aparecer tan lleno de luz como se está por dentro, de repente, o... o de llenarse de luz gracias a los colores de esa segunda piel: da lo mismo. Si no se puede desear al hombre de tu prójima, sí se puede comprar un vestido color salmón. Es compleja la primavera. Tiene tantos nombres como sueños pueblan nuestra mente: los confesados y los inconfesables...
Este es el momento, y no en vano los profesionales de la publicidad invocaron la primavera en un slógan famoso y popularísimo de una gran tienda. Con aquella frase, que está en la mente de todos -sí, sí- intentaban anticipar la compra, anunciada desde el fin de las rebajas. No creo que lo consiguieran, así, masivamente, pero si. nombraron el sentimiento que estos días nos lleva a mirar los escaparates, a hacer cálculos, a elegir unos colores en lugar de otros, a preferir las telas ligeras y las claridades, los escotes y las faldas cortas, la muestra de la piel.. La misma fuerza que nos lleva a hacer cola ante la depiladora -señala Nora Ephron, con gracia, que «se notaba que tenía un amante porque se había depilado, y todavía era febrero»- o poner mechas más rubias en el pelo... Ronovarse o morir, ésa es la vieja fuerza. Desde dentro, o desde fuera, desde siempre: lo único que cambian son los rituales.
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