De la lechuga al caballo

Es media mañana y un grupo de niños con tez morena y sin escolarizar pululan por las calles, mezclándose con el olor de las fogatas y malolientes alcantarillas apestadas por las basuras han ido acumulando a lo largo de muchos días. Junto a estos críos se ven pasar chavales payos, muy jóvenes, con ojos enrojezidos, corriendo como alma que lleva el diablo, buscando una casa donde les suministren el veneno que pueda calmar el infierno que llevan en el cuerpo. Jeringuillas tiradas por el suelo con agujas llenas de restos de vida que van dejando nuestros hijos día a día, arrastrando su «buena o mala vida».

La Juani y el tío Eugenio, sentados en el quicio de su chabola, ven pasar los años entre promesas de realojamiento, mientras sus frágiles cuerpos van curtiéndose por mil batallas que han tenido que dirimir para sobrevivir. Su casa, sin embargo, es la envidia de otros gitanos: fabricada con trozos de madera y recubierta por el papel de aluminio de los cartones de la leche, milagroso apaño casero contra las inundaciones de las noche de tormenta.

Lluvias torrenciales que obligan a las familias gitanas asacar en volandas a sus hijos a la calle, aguas turbulentas que arrastran sin piedad sus colchones, esos colchones donde dormitan padres e hijos apiñados en una veintena de metros cuadrados. Un poco más allá, la Mari Rosi -gitanona y mozita ella, vestida de negro y con una faldiquera roja- sostiene a su Pilarín en brazos, una cría con cara de ángel y con la inocencia de no saber que, si nadie lo remedia, va a seguir el camino de los suyos: el olvido, la forma más agresiva a la que hemos sometido al alma gitana.

En las chabolas de arriba, allá donde termina el poblado entre mulas y caballos, entonan como cante una seguidilla que nos transmite el luto y hondo quejido, en el que se estremece hasta la tristeza y donde aflora la dramática emotividad del pueblo gitano que va saliendo a través del lamento de la garganta del cantaor: «No canto para que me escuchen/ ni para sentirme la voz/ canto para que no se junte/ la pena con el dolor».

Entre la bruma del horizonte se divisa un grupo de gitanos jóvenes que vuelven pronto de la faena, jóvenes sin salidas posibles, atrapados muchos de en las redes de las mafias payas, y sin más salidas que agarrarse a las leyes implacables que desconocen y temen. Mafias poderosas que deambulan por nuestros núcleos chabolistas, rebuscando en medio de la desesperación y la ignorancia para encontrar familias que trafiquen para su subsistencia. Los gitanos son más perseguidos por la policía por vender lechugas y tomates que por vender «coca» o »caballo».

Salen pacíficamente a «buscarse la vida» en los mercadillos de nuestros barrios. Apenas ganan para sobrevivir; y eso cuando no les quitan la mercancía y les dejan con lo puesto, ahogando el que ha sido durante decenas de años su principal fuente de recursos. No les queda alternativa: o la miseria y el hambre; o el dinero fácil y sin riesgos a través del tráfico de la droga. Los tiempos cambian y las condiciones de marginalidad de la población gitana empeoran: se les está negando el pan de cada y cerrando constantemente las puertas de la «normalidad». La extrema pobreza de los asentamientos chabolistas nos hace ver que los reductos más marginales de nuestra sociedad, donde se percibe la sensación de estar en un infierno, más propio de la Edad Media que de los albores del siglo XXI.

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