Lleno de buenas intenciones
No recordaba el estreno, en 1987, de la obra de José Manuel López, compositor que, a sus 36 años, nos ha dado buenas muestras de su talento. Este estudio sonoro sobre los misterios del tiempo no está a mi juicio entre lo mejor suyo.
Es cierto que utiliza hábilmente los recursos de la orquesta, pero parece complacerse en conseguir una sucesión de sonoridades bien pensadas, en vez de construir un discurso musical que prenda la atención.
Chronos es una página breve hecha con oficio, hasta con imaginación, pero que se oye y se olvida. El público del Monumental dividió sus opiniones, cosa ya infrecuente.
Es cierto que utiliza hábilmente los recursos de la orquesta, pero parece complacerse en conseguir una sucesión de sonoridades bien pensadas, en vez de construir un discurso musical que prenda la atención.
Chronos es una página breve hecha con oficio, hasta con imaginación, pero que se oye y se olvida. El público del Monumental dividió sus opiniones, cosa ya infrecuente.
Se dice que estos buenos aficionados son más cavernícolas que otros. Yo creo que, más bien, son más ingenuos y a la pata la llana. Por eso protestan lo que no les gusta y por eso también, al final, aunque hayan oído las mayores maravillas, se ponen la gabarina y se van a su casa, como si hubieran visto una película de buenos y malos.
Un sector aplaudió, e hizo saludar a José Manuel López. El maestro Arpád Joó, que había trabajado bien la obra española, no supo o no quiso -eso nunca se sabe- refinar su Mozart. Con tanta gente en el escenario es difícil. Más bien no quiso, ya que la orquesta, cuando se le pedían delicadezas, las daba. La intención del director era un Mozart vivo y fuerte, pero el postillón mozartiano armaba demasiado ruido; cosa que, por otra parte, es propia de postillones. Quedó bien el solista, que no usó la vieja trompa natural -símbolo de Correos, como recuerda Tomás Marco en su nota- sino un moderno fiscorno.
Un sector aplaudió, e hizo saludar a José Manuel López. El maestro Arpád Joó, que había trabajado bien la obra española, no supo o no quiso -eso nunca se sabe- refinar su Mozart. Con tanta gente en el escenario es difícil. Más bien no quiso, ya que la orquesta, cuando se le pedían delicadezas, las daba. La intención del director era un Mozart vivo y fuerte, pero el postillón mozartiano armaba demasiado ruido; cosa que, por otra parte, es propia de postillones. Quedó bien el solista, que no usó la vieja trompa natural -símbolo de Correos, como recuerda Tomás Marco en su nota- sino un moderno fiscorno.
Mejor fue el resultado sonoro en la plenitud brahmsiana, pero también ahí se pasó Arpád Joó un poquito. La violinista Verhey y el violoncellista Perenyi son dos excelentes concertistas, afinados, expresivos, de limpia y delicada técnica. Su especialidad no es la potencia y, en muchos momentos, la Orquesta se los comió con patatas. En el andante, por ejemplo, y pese a que nunca se quedan solos en su papel, el canto melódico, que siempre se debe oír, se perdía en la densa urdimbre sonora de Brahms, que necesita otra claridad. La hermosa obra, pese a todo, alcanzó una versión notable. Parte del público aplaudió, y la otra parte, ya saben ustedes, se puso la gabardina.
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