Mis recuerdos del santuario

«Arántzazu se hizo en un momento muy malo para la arquitectura española, porque estábamos muy aislados del 39 al 55 no sabíamos muy bien lo que se hacía fuera de aquí. Era una obra honesta, eso sí: estudié muy bien la acústica de la nave, por ejemplo. Yo decidí irme a vivir allí, porque si no estábamos a pie de obra ésta no avanzaba. Nos trasladamos un equipo formado por Carlos Pascual de Lara -un pintor que murió poco después-, Jorge Oteiza y yo.

Después colaborarían Eduardo Chillida, Néstor Basterrechea y Lucio Muñoz, entre otros. Trabajábamos como una especie de asociación de artistas interesante, movidos por un gran entusiasmo. La obra no es de lo más definitivo, pero sí tiene algunos trucos más o menos válidos. El Vaticano la mandó parar, porque había gente asutada de lo que estábamos haciendo y habían informado que la iglesia no tenía cruz.

Yo siempre he sido, y sigo siendo, muy mal creyente, pero vamos, la cruz estaba ahí, encima del campanario y seis o nueve cruces en la fachada. Hubo también cierto rechazo por parte de la gente sencilla: estaban acostumbrados a que la Virgen estuviese vestida y no desnuda en una urna de plata. Arantzazu fue una batalla hermosa, porque fue un deseo de integrarse en un equipo reducido de gente, sin obligar a nadie, trabajando en común. La realidad de las obras nunca se parece a lo planeado. Yo creo que el santuario no aporta nada, pero hay unas cuantas cosas muy válidas: las esculturas de Oteiza, el fantástico retablo de Lucio, cosas».

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